Por Daniel Lee

En pleno siglo XXI, mientras la Casa Blanca presume liderazgo internacional y valores democráticos, cientos de niños migrantes siguen viviendo una realidad que desmiente cualquier discurso humanitario.
Documentos judiciales recientes revelan que menores permanecieron meses enteros bajo custodia federal —cinco meses en algunos casos—, pese a que la ley, respaldada por la sentencia del caso Flores de 1997, establece un límite claro: 20 días máximo. La distancia entre la norma y la práctica es escandalosa, pero aún más lo es la indiferencia institucional que ha normalizado una niñez privada de libertad, enferma, maltratada y silenciada.

Los informes entregados esta semana por abogados y defensores narran un patrón sistemático, no excepciones. Entre agosto y septiembre, 400 niños fueron retenidos más allá del plazo legal. No se trató de un incidente aislado ni de un error burocrático; el propio gobierno admitió que la prolongación ocurrió en múltiples centros y regiones, bajo argumentos que difícilmente resisten o análisis jurídico o moral: retrasos en transporte, necesidades médicas y procesamiento legal.
La ironía es evidente: el mismo sistema que demora la atención médica usa esa demora como justificación para mantener a los niños tras las rejas.
Pero más allá de la estadística está el horror cotidiano. En Dilley, Texas —un nombre ya tristemente célebre— las familias describen condiciones indignas de cualquier país que presuma liderazgo mundial. Comida con gusanos, verduras con moho, intoxicaciones alimentarias que no reciben atención médica oportuna.
Un niño que sangró durante dos días por una lesión ocular sin ser atendido. Otro con el pie fracturado después de que personal de la instalación dejara caer una red de voleibol sobre él. “Regrese sólo si vomita ocho veces”, les dijeron a unos padres que solicitaron ayuda para su hijo con intoxicación. No se trata de negligencia menor: es una violación directa a estándares internacionales de derechos humanos.
La detención en hoteles —un mecanismo permitido sólo para estancias de hasta 72 horas— es otro espacio gris donde la opacidad ha florecido. Los reportes oficiales no explican por qué niños fueron mantenidos más de tres días en habitaciones de hotel, custodiados por personal sin capacitación adecuada, lejos de abogados y supervisión externa. Es el modelo perfecto para que el Estado haga invisible la detención infantil. Y, sin embargo, aunque invisible para algunos, no lo es para sus víctimas.
Todo esto ocurre en un contexto político profundamente contradictorio. Mientras Estados Unidos exige transparencia, Estado de derecho y estándares humanitarios a otros países, en sus propios centros de detención mantiene a niños enfermos, aislados y sin representación legal.
Mientras se condenan las prácticas de retención arbitraria en otras regiones del mundo, el gobierno de Estados Unidos —incluyendo administraciones de distintos signos políticos— ha buscado desmantelar el Acuerdo Flores para extender el tiempo de detención familiar y reducir la supervisión judicial. Lo que debería ser un consenso —proteger a la niñez— se ha vuelto rehén de intereses políticos, narrativas de seguridad nacional y la presión electoral.
A este dilema estructural se suma la renovada dependencia en los hoteles como centros de detención improvisados, un mecanismo que legalmente debía ser excepcional pero que en la práctica se ha convertido en una herramienta para esquivar los límites judiciales. El resultado es un sistema donde los niños quedan atrapados en un limbo: no son libres, no están acompañados, no tienen acceso a servicios básicos y, peor aún, no tienen quien los defienda.
Sin embargo, el aspecto más alarmante no es la existencia de abusos documentados —que de por sí es gravísimo— sino la normalización de estos hechos. Cuando un niño pasa 168 días detenido y nadie en la cadena institucional declara emergencia. Cuando criaturas con diarrea, fiebre o lesiones son tratadas como números en un expediente migratorio. Cuando la respuesta del ICE a las denuncias es el silencio administrativo. Esa normalización es la señal más clara de que el sistema no está roto: está funcionando exactamente como fue diseñado.
La jueza Dolly Gee evaluará la próxima semana si interviene nuevamente para detener esta deriva autoritaria del aparato migratorio. Su decisión tendrá consecuencias inmediatas, pero la discusión de fondo es más profunda: ¿qué clase de país quiere ser Estados Unidos? ¿Uno que protege a los niños o uno que los encierra? ¿Un país que presume liderazgo moral o uno que esconde a menores enfermos en hoteles para no reportarlos?
La migración es un fenómeno complejo, sí. La gestión de fronteras también. Pero nada de eso, absolutamente nada, justifica que un niño —cualquier niño, venga de donde venga— coma comida con gusanos, pase cinco meses detenido, o espere dos días para ser atendido mientras sangra. No es un problema administrativo: es un fracaso moral.

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