Por Daniel Lee

La historia laboral de los mexicanos en Estados Unidos está marcada por un patrón que se repite, década tras década, con una precisión casi mecánica: se necesitan sus manos, pero se niega sistemáticamente su dignidad.
Hoy, ese patrón se ha sofisticado bajo tres ejes que operan como una maquinaria perfectamente ensamblada: subcontratación opaca, robo de salarios y exposición a riesgos laborales sin compensación. Juntas, forman el corazón de un sistema económico que lucra con la vulnerabilidad y que se sostiene, paradójicamente, sobre el silencio institucional.
En sectores como la agricultura, la construcción, el procesamiento de alimentos o la logística, los migrantes mexicanos ya no trabajan directamente para las empresas que se benefician de su esfuerzo. Lo hacen a través de intermediarios, agencias y subcontratistas que funcionan como amortiguadores de responsabilidad. Este modelo no es casual: es un diseño de control.
La subcontratación crea una cadena de mando tan fragmentada que, cuando algo falla —un salario no pagado, un accidente, un abuso— nadie es “formalmente responsable”. La empresa principal señala al contratista; el contratista, al subcontratista; y el subcontratista, al reclutador. El trabajador queda atrapado en un triángulo donde todos ganan menos él.
Este esquema convierte al migrante mexicano en un engrane desechable: útil para la productividad, invisible para la rendición de cuentas.
Sí estimado lector, la situación de los migrantes mexicanos en Estados Unidos es una ecuación perversa: aportan a dos economías, pero no pertenecen plenamente a ninguna. Sostienen sectores enteros, pero carecen de derechos. Son esenciales, pero no reconocidos.
Por otra parte, pocas injusticias son tan extendidas y tan normalizadas como el robo de salarios en Estados Unidos. Jornadas que se pagan incompletas, horas extras evaporadas, descansos inexistentes, cheques retenidos y pagos en efectivo que jamás llegan. Para millones de mexicanos, esto no es una anomalía: es la rutina.
En muchos estados, es más fácil denunciar el robo de un automóvil que el robo de un salario. La arquitectura legal estadounidense castiga con rigor a quien cruza la frontera en busca de trabajo, pero muestra tibieza cuando un empleador decide quedarse con el fruto de ese trabajo. Es un desequilibrio moral y político que ningún país debería tolerar, mucho menos México, cuya economía depende precisamente de esas manos explotadas.
En este contexto de orden laboral no hay que perder de vista que cada año, miles de mexicanos sufren fracturas, amputaciones, intoxicaciones, golpes de calor, caídas y lesiones permanentes en campos agrícolas, plantas empacadoras, obras o bodegas. Muchos no reportan los accidentes por miedo a perder el empleo o enfrentar a ICE; otros sí los reportan, pero descubren que su empleador los clasificó como “contratistas independientes”, fórmula que los deja sin seguro y sin indemnización.
En los estados con leyes más restrictivas, incluso los trabajadores con permisos temporales legales quedan sin protección real. La vida del migrante se convierte en un riesgo operativo calculado: si se lastima, otro lo reemplaza. Y si protesta, se le deporta.
Asimismo, el entramado legal estadounidense favorece el control del trabajador, no su protección. Las auditorías de empleo, las verificaciones documentales y la amenaza constante de deportación funcionan como herramientas disciplinarias. El mensaje es claro: “trabaja sin quejarte, o te vas”.
La falta de estatus migratorio —o incluso la mera sospecha— coloca al mexicano en desventaja absoluta. No hay negociación posible ni defensa real ante un empleador que sabe que el miedo es su mejor arma.
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