La marcha del 15 de noviembre -convocada de manera orgánica por jóvenes que ya no encuentran cauces institucionales para expresar su hartazgo- terminó por desmentir a quienes apostaron a que sería un episodio menor, anecdótico o fácilmente encapsulable en la narrativa oficial. No lo fue. Las calles de la CDMX y otras cuidades de México, hablaron con una afluencia copiosa, vibrante y claramente incómoda para un gobierno que ha basado buena parte de su legitimidad en la supuesta conexión directa con “el pueblo”.

Como era previsible, la respuesta inmediata fue desacreditar la movilización: acusaciones de “intervención de la derecha internacional”, de manipulación, de conspiración y de intentos por conservar los privilegios de “unos cuantos”. Un libreto ya conocido. Pero esta vez, lejos de apagar el movimiento, la reacción oficial terminó por reforzar la sensación de que el poder se está quedando sin capacidad para leer el país real.

Porque más allá del ruido mediático, lo verdaderamente grave fue la represión. La violencia del Estado no pudo esconderse detrás de eufemismos: gases lacrimógenos, encapsulamientos, agresiones directas, detenciones arbitrarias y un operativo desplegado con una intensidad que resultó, cuanto menos, desproporcionada frente a la naturaleza de la protesta. Por más que la narrativa gubernamental intente negarlo, hay suficiente evidencia gráfica, testimonial y periodística para documentar el uso excesivo de la fuerza.

El problema para la 4T está más allá de la represión del momento, sino en lo que revela: un oficialismo incapaz de aprovechar la oportunidad histórica de dialogar con una generación que no está pidiendo privilegios, sino respuestas. En lugar de canalizar el ímpetu juvenil hacia una agenda de renovación democrática, el gobierno eligió el camino del desgaste: criminalizar manifestantes, fabricar sospechosos “infiltrados” y cerrar los ojos ante una realidad que ya no cabe en su guion político.

Es justamente en esa negación profunda que se oculta la verdadera grieta: el discurso está dejando de alcanzar para contener el descontento social. El 15 de noviembre evidenció el hartazgo y puso en jaque a un proyecto político que comienza a mostrar signos de agotamiento narrativo y operativo. Y aunque el oficialismo insista en minimizarlo, el mensaje quedó claro: la legitimidad no es un cheque en blanco, ni siquiera para quienes se autoproclaman representantes del pueblo.

Pero todo este momento histórico solo tendrá sentido si la sociedad en su conjunto asume su papel. Nada cambiará si la indignación se diluye en la comodidad del día siguiente. La exigencia de un nuevo rumbo no puede recaer únicamente en los quienes pusieron el cuerpo en las calles; se requiere que la ciudadanía entera, sin distingos partidistas, rompa la indiferencia y reconozca que la democracia se defiende participando, exigiendo y vigilando.

Si no ocurre así, la polarización seguirá profundizándose y las inquietudes legítimas serán capitalizadas —por el poder o por sus adversarios— sin beneficio alguno para la nación. El colapso de la autodenominada Cuarta Transformación puede ser inevitable, pero el costo y la forma de ese colapso dependen de la sociedad, no del gobierno.

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