Por José Manuel Rueda Smithers

La verdad se ahoga en voces ajenas, la mentira se viste de moral pura,

y el castigo, en cadenas tan modernas, es la soledad que el pueblo asegura.

Poema Castigo social, autor anónimo

Recortes, discurso ideológico y el abandono silencioso de los pacientes más vulnerables.

Hay decisiones de gobierno tan difíciles de entender que no admiten matices técnicos ni excusas ideológicas. Decisiones que, por su naturaleza, revelan una postura ética -o su ausencia-. Basta el ejemplo de la reciente aprobación, en lo oscurito (informan los medios que sin discusión pública), para permitir que recursos destinados a pacientes con cáncer y VIH se utilicen como gasto corriente, pertenece a esa categoría.

En 2019, el gobierno federal recibió el Fondo de Salud con 117 mil millones de pesos. Hoy quedan 37 mil millones. No se trata de una reducción marginal ni de un ajuste administrativo: es un vaciamiento deliberado. Más aún, la reforma elimina la obligación legal de destinar esos recursos a enfermedades catastróficas. El cáncer y el VIH dejaron de ser prioridad presupuestal, pues ahora, compiten -al menos en el papel- con cualquier otro gasto del Estado.

Le llamaron “orden”, y por supuesto, se le llamó “austeridad”.

¿Por qué gobiernos que se autodefinen como de izquierda terminan adoptando políticas que golpean con mayor dureza a quienes dicen defender? ¿En qué momento la política social deja de ser un instrumento de protección y se convierte en una forma de disciplina?

Una posible respuesta está en la transformación del discurso social en discurso de poder. La izquierda gobernante deja de pensar en individuos concretos y selecciona masas abstractas. El paciente deja de ser una persona con nombre, historia y dolor; se convierte en una cifra que estorba dentro de un balance que debe cuadrar para sostener una narrativa política.

El problema no es la austeridad en sí. Ésta puede ser una herramienta legítima. El problema es quién paga por ello. Cuando el ajuste no toca privilegios, contratos inflados ni estructuras burocráticas ineficientes, sino tratamientos oncológicos y terapias antirretrovirales, ya no estamos frente a una política pública: estamos frente a un castigo social.

Porque no hay neutralidad posible cuando se decide que un enfermo espere. Cuando se normaliza que una quimioterapia se suspenda. Cuando se asume que un paciente con VIH puede “ajustarse” a la falta de medicamentos. Eso no es eficiencia administrativa. Es abandono.

El discurso suele refugiarse en una coartada recurrente: “antes se robaban el dinero”. Y hay mucho de cierto en ello. Pero ese dinero robado no reaparece cuando se castiga al enfermo. La corrupción del pasado no se corrige con la enfermedad del presente. Se corrige con controles, instituciones sólidas y responsabilidad pública. Todo lo demás es propaganda.

Y la propaganda (llena de likes) funciona porque el daño no es inmediato para la mayoría. Porque los pacientes graves no llenan plazas. Porque el dolor no se viraliza como el discurso. Así, mientras se promete un sistema de salud “como el de Dinamarca”, se normaliza que en México falten medicamentos esenciales.

El fondo del problema no es presupuestal. Es moral. Cuando un gobierno decide que la vida de los más vulnerables es una variable ajustable, es porque cruzó una línea peligrosa. No gobernar y proteger, sino para administrar carencias. No buscar justicia social, sino control político.

Por eso conviene volver a la pregunta inicial, ahora sin eufemismos ni consignas:

¿Austeridad o castigo social?

Cuando el ajuste se mide en vidas interrumpidas, la respuesta deja de ser ideológica.

Se hace brutalmente evidente.

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