Por Carlos Mota Galván

Mal de muchos, consuelo de tontos

Todos los días cualquier habitante, sin importar la región en que viva en el país, comprueba que la violencia está fuera de control, que ejercer una profesión u oficio de alto riesgo como la minería, el paracaidismo, el periodismo o pertenecer a una corporación de seguridad, no lo excluye de tener que vivir una experiencia desagradable e incluso la muerte, por solo buscar garantizar el sustento personal o familiar.

A diferencia de lo que ocurre en cualquier país civilizado donde el Estado garantiza la seguridad de quienes en él habitan, aquí, a quien muestra ser un profesionista o ejercer un oficio exitoso, se le presenta un factor adicional de riesgo que automáticamente le engrosa en una lista de posibles personas extorsionables por parte del crimen organizado; ya no es solo cuidarse del asalto callejero sino padecer la extorsión en su quehacer cotidiano, teniendo que tener que pagar dos impuestos, el gubernamental vía el SAT y el de protección para evitar que quien le cobra no le haga daño.

Esto ha colocado a comerciantes y empresarios como los principales blancos del llamado “derecho de piso”, pero también lo sufren: negocios informales, productores agropecuarios como los del aguacate y el limón por citar solo dos ejemplos, como lo atestiguamos hace unos días con el secuestro, tortura y asesinato de Bernardo Bravo Manríquez, líder de los citricultores en Apatzingán, llegando incluso a las propias autoridades en muchos municipios del país, quienes tienen que acceder al “entre” para que los dejen gobernar (SIC).

El crimen organizado está desatado en todo el país y la extorsión es una de sus herramientas recaudatorias más socorridas, los casos, lo dicen las estadísticas, van al alza en la historia reciente y ya en este 2025 alcanzaron una cifra récord al presentarse de enero a julio, 6 mil 880 denuncias por este hecho y ello no es sino la punta del iceberg, pues no obstante ser el delito más reportado por las unidades económicas, se estima que la mayoría de los casos no se denuncian, calculándose una cifra negra cercana al 96.7% de lo que en realidad se vive en el país.

Las llamadas telefónicas anónimas al 089 para denunciar un hecho como el señalado alcanza las 18 mil llamadas desde que se implementó esta estrategia, sin que se sepa si alguna de ellas llevó a la detención de algún delincuente en lo particular.

El artero crimen perpetrado contra el joven empresario michoacano, sacudió a la opinión pública y obligó a la movilización inmediata para dar con los responsables, siendo detenido supuestamente el autor intelectual del homicidio, lo que hace a uno preguntarse: ¿Por qué no se hizo algo para evitar esta tragedia si la denuncia contra estas personas eran una constante? ¿Por qué esperar al niño ahogado para tapar el pozo? ¿qué hay detrás de todo ello?

Miedo, complicidad, de momento no hay respuesta a ninguna de las interrogantes.

Este fin de semana pude charlar con algunos residentes en uno de los estados del Bajio mexicano y sus relatos son aterradores, extorsiones al por mayor, aún a vendedores ambulantes, pero sobre todo a cualquier comercio que muestre signos de repunte, no obstante, algunos dicen: “aquí, estamos en la gloria, los cuatro letras (CJNG) cobran piso, sí, pero no permiten que otros que no sean ellos se aprovechen de la población (a diferencia de donde 2 o 3 carteles se disputan la zona), al que lo hace, añadieron, son castigados primero con tablazos y si reinciden nunca vuelven a ser vistos en el lugar”.

Tales comentarios me hicieron recordar un poco el llamado síndrome de Estocolmo, donde la víctima desarrolla una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con su captor, ignoro si esto ocurre en otros lugares del país donde se viven niveles de violencia extremos; sin duda el deseo de sobrevivir aquí les hace pensar que “más vale resignarse, porque podrían estar peor”.

Ahora, más que nunca, la frase de “vamos bien y vamos a estar mejor”, me sonó más hueca que nunca.

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