Columna invitada: Política y opulencia, casi de la mano

Columna invitada
Política y opulencia, casi de la mano
Por Ma. del Rosario Serrano Pichardo
Ostentar poder no es solo una práctica superficial; es un síntoma profundo de cómo se concibe la autoridad en buena parte de nuestras estructuras públicas. El convoy de camionetas, los pasillos enredados, los títulos ampulosos, el despliegue de asistentes antes de que el funcionario principal hable: todo eso no es casualidad. Es parte de un guion cuidadosamente aprendido y repetido, donde mostrar poder importa tanto -o más- que ejercerlo con responsabilidad.
«Ostentar puede parecer, a primera vista, una forma de celebrar el éxito o los logros personales. Sin embargo, cuando se convierte en un hábito, corre el riesgo de desvirtuar el verdadero valor de las cosas. El arte de ostentar —cuando se enfoca en lo superficial— tiende a alimentar la vanidad más que la autenticidad.
No se trata de negar el gusto por lo bello o lo exclusivo, sino de cuestionar si el objetivo es compartir o impresionar. En el fondo, lo que realmente tiene peso no es lo que se muestra, sino lo que se construye, lo que se aporta y lo que permanece cuando se apagan las luces”.
Detrás de ese ritual hay una lógica cultural que no se desmonta con simples llamados a la austeridad. Porque lo que está en juego no es solo una cuestión de gasto, sino de simbolismo. En muchas burocracias, la jerarquía se representa visualmente: en el tamaño de la oficina, en el tono con el que se habla, en quién entra primero a una sala. Y eso termina desplazando lo que debería importar: el servicio a la ciudadanía, la eficacia en la gestión, la rendición de cuentas.
Lo más preocupante es que la ostentación se ha vuelto un escudo contra la crítica y, a veces, contra la evidencia misma. Un funcionario que no resuelve problemas, pero que llega escoltado, blindado y precedido por asistentes, aún conserva la ilusión del mando. La forma protege al fondo, aunque el fondo esté vacío.
Esta teatralidad del poder no solo genera desconfianza, sino que profundiza la distancia entre el ciudadano y las instituciones. Mientras más se teatraliza la autoridad, más se aleja del principio democrático que la justifica. El poder deja de ser servicio y se convierte en espectáculo. Se vuelve autorreferencial, ensimismado, y por tanto, frágil.
La austeridad, cuando es sincera, puede ser un acto de humildad institucional. Pero cuando se predica solo como discurso —mientras se mantienen privilegios disfrazados de “beneficios operativos”—, pierde todo sentido. Y entonces, como bien sugiere el artículo, se convierte en una palabra vacía, decorativa, incapaz de inspirar confianza.
Tal vez ha llegado el momento de replantear lo que entendemos por ejercer autoridad. De abandonar el viejo libreto colonial del poder distante, temido y ceremonioso. Porque quizá el verdadero liderazgo —ese que construye legitimidad real— no se exhibe, se demuestra.
Y tal vez, el poder más sólido es, en efecto, el que menos necesita hacerse notar.
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