Cuando la Toga se vuelve boleta

La reforma judicial que México estrenará en las urnas el 1 de junio de 2025 abre un terreno inédito y peligroso: 881 ministras, magistrados y jueces —incluidos los nueve asientos de la Suprema Corte— serán electos por voto popular. Lo que algunos presentan como una vacuna contra el elitismo judicial puede, en la práctica, contagiar al sistema con los mismos males que aquejan a la política partidista.
¿Cómo llegamos aquí?
El proyecto enviado al Congreso el 5 de febrero de 2024 por el AMLO plantea elegir directamente a todas las personas juzgadoras, reducir la Suprema Corte de 11 a 9 integrantes y sustituir al Consejo de la Judicatura por un Órgano de Administración Judicial.
Con la mayoría legislativa del oficialismo, la reforma se aprobó y cristalizó en un proceso electoral extraordinario cuya logística recae en el (muy cuestionado y también capturado) INE, sin participación de partidos políticos ni financiamiento público o privado para las campañas.
Las promesas
- Democratización: Quien juzga debe responder ante el pueblo; abrir el sufragio rescataría la judicatura de una cofradía de élites.
- Transparencia y rendición de cuentas: Obligar a exponer trayectoria, propuestas y patrimonio permitiría escrutar méritos y conflictos de interés.
- Legitimidad social: Un juez legitimado en las urnas contaría con respaldo popular para enfrentar poderes fácticos y combatir la corrupción interna.
Los riesgos (y las primeras alertas)
- Politización rampante: Cada sentencia futura podría ser leída a través del prisma electoral.
- Financiamiento opaco: La experiencia internacional demuestra que el dinero siempre encuentra grietas; elecciones judiciales en EE. UU. batieron récords de gasto y polarización.
- Captura criminal: Redes ilícitas podrían movilizar recursos o intimidar para influir en distritos clave, sobre todo donde la delincuencia organizada ya controla economías locales.
- Volatilidad e inexperiencia: 60 días de campaña para pedir el voto restan tiempo a dictar sentencias; la popularidad podría pesar más que el criterio técnico.
- Erosión de contrapesos: Un bloque afín al Ejecutivo o a fuerzas dominantes podría imponer agendas políticas sobre la jurisprudencia.
¿No había otro camino?
La independencia judicial es una anomalía democrática: pedimos a un poder no electo que limite los excesos de quienes sí lo están. Equilibrar independencia y control puede lograrse con concursos de mérito, veeduría ciudadana, periodos escalonados y auditorías patrimoniales rigurosas sin recurrir a la urna.
Las medidas que eran indispensables
- Validación de los Perfiles y veto cruzado: Filtros anticorrupción y de seguridad con participación de colegios de abogados y organizaciones civiles antes de imprimir las boletas.
- Transparencia en línea: Publicar en tiempo real agendas, foros y gastos de las candidaturas; habilitar denuncias ante la UIF y FGR para rastrear financiamiento ilegal.
- Blindaje de sentencias: Establecer que los fallos dictados en periodo de campañas no puedan ser revocados por motivos políticos; reforzar la carrera judicial del personal técnico.
- Evaluación ciudadana diferida: Ratificación popular a mitad del mandato reduciría el proselitismo previo sin renunciar al control social.
Lo que sigue…
La reforma aún puede corregirse en la práctica. Transparentar, vigilar y evaluar de manera técnica —no partidista— será la única forma de evitar que un remedio contra la opacidad termine inoculando al sistema constitucional con un virus más letal: la justicia al mejor postor.
Elegir jueces no es, en sí mismo, una herejía democrática; lo es suponer que el sufragio cura todos los males. Cuando la toga se convierte en boleta, la justicia puede acabar sometida a encuestas y hashtags. Antes de celebrar la “transformación” del Poder Judicial, preguntémonos si queremos tribunales valientes o tribunales populares. La diferencia, como recordaba Alexander Hamilton, es la distancia entre la libertad y la demagogia.
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