Cuando ser migrante es un delito hasta para enfermar

Por Daniel Lee
En Estados Unidos, la frontera no termina en el desierto. Continúa en los hospitales.
La exclusión de migrantes indocumentados de los programas federales de salud en el vecino país del Norte es hoy una de las políticas más duras y persistentes del sistema migratorio estadounidense.
Desde la promulgación de la Personal Responsibility and Work Opportunity Reconciliation Act de 1996 (la ley de “Responsabilidad Personal y Oportunidad Laboral”), los migrantes sin estatus legal han sido formalmente excluidos de Medicaid, el programa que brinda atención médica a personas de bajos ingresos.
Hoy la ley federal prohíbe que migrantes indocumentados reciban cobertura médica a través de Medicaid. Solo un resquicio legal —el llamado Medicaid de emergencia— les permite recibir atención cuando la muerte ya está en la puerta.
Un reciente estudio publicado en la Journal of the American Medical Association desmiente una de las falacias más repetidas por la narrativa antiinmigrante: que los migrantes “le cuestan demasiado al contribuyente”.
Pero lo cierto es que el gasto total destinado a atender emergencias médicas de personas indocumentadas representa menos del 1% del presupuesto estatal de Medicaid, incluso en los estados con mayor población migrante.
En otras palabras, lo que se gasta en salvar vidas migrantes es menos de lo que el gobierno gasta en publicidad institucional o en subsidios a farmacéuticas.
La salud, sin embargo, sigue siendo usada como frontera moral.
Mientras el discurso político discute si merece vivir quien no tiene papeles, los hospitales públicos son el último refugio de miles de trabajadores invisibles: los que siembran, construyen o cuidan a los enfermos, pero no tienen derecho a enfermar.
Reducir aún más el Medicaid de emergencia no ahorrará dinero; solo multiplicará muertes evitables.
En un país que se define como “líder del mundo libre”, resulta insoportable que la libertad no incluya el derecho a la atención médica básica.
Ahora bien, el debate legislativo se ha polarizado. El Partido Demócrata impulsa iniciativas para evitar recortes a este gasto, sin que ello implique extender Medicaid a los indocumentados. Se trata, más bien, de preservar una mínima red de seguridad sanitaria que evita tragedias, costos hospitalarios mayores y crisis públicas.
Por otro lado, sectores republicanos continúan utilizando el tema como herramienta electoral, alimentando la narrativa de que los migrantes “abusan” de los servicios públicos.
El estudio en JAMA desarma este argumento con cifras concretas: incluso en los estados con mayor presencia migrante —California, Texas, Florida o Nueva York— el gasto sigue siendo ínfimo en proporción al total presupuestal.
Y mire usted estimado lector, el fondo del debate no es económico, sino ético y político.
Estados Unidos mantiene una estructura sanitaria donde la salud se ha convertido en un privilegio vinculado a la ciudadanía, no un derecho humano universal.
Esto no solo pone en riesgo la vida de los migrantes, sino que debilita la salud pública en general, pues negar atención preventiva o temprana termina encareciendo los costos y propagando riesgos colectivos.
Y hay que considerar otros aspectos. Existen barreras importantes que impiden el acceso al cuidado primario y preventivo por parte de inmigrantes (incluyendo mexicanos): restricciones legales, miedo a la deportación si revelan estatus migratorio, barreras lingüísticas, desconocimiento de derechos, etc. Esto lleva a que muchos servicios los busquen sólo cuando ya hay una emergencia.
El hecho de que mexicanos indocumentados (y otros inmigrantes en situaciones similares) no puedan acceder a atención preventiva o servicios básicos hasta que la situación se agrava significa no solo sufrimiento individual sino costos públicos mucho mayores —hospitalizaciones prolongadas, tratamientos más urgentes, mayores riesgos para la salud colectiva— que podrían evitarse con inversiones mucho más modestas. El verdadero costo no se mide en dólares, sino en vidas negadas por una política que confunde humanidad con legalidad.
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