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Por: José Manuel Rueda Smithers

Lo que parecía un delito en retroceso se convirtió en una industria

paralela al y del Estado, con efectos devastadores para casi todos.

El huachicol creció; nunca se fue.

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En México, el huachicol dejó de ser un delito para convertirse en metáfora: un país que se drena por dentro mientras sus dirigentes reparten culpas hacia fuera. Y como todo motor que funciona con fugas, el de la política tarde o temprano se detendrá, aunque puede que antes termine incendiado.

Hoy, pese a los intentos del gobierno de Claudia Sheinbaum por minimizarlo (gobernadores, legisladores e instituciones incluidos), el tema ha escalado a tal grado que distintas agencias de Estados Unidos ya lo colocan en la agenda internacional de crimen organizado y corrupción. Tal vez allá esperan aún el manotazo en la mesa antes de hacerlo público.

En el centro de la tormenta aparecen nombres que hasta hace poco se consideraban intocables. Y mientras en México se repite la narrativa de que todo es culpa de los comentócratas de derecha, la realidad muestra fugas mucho más graves: las de un sistema que sangra por dentro.

El robo no solo es un golpe a Pemex, sino una herida a las finanzas públicas. Miles de millones de pesos escapando por las mangueras clandestinas, se convierten en fortunas que alimentan campañas, redes de protección política y estructuras criminales. Durante el sexenio pasado se intentó construir la idea de que con un operativo inicial el problema quedaría controlado. Sabemos que no: el huachicol mutó, se adaptó y se infiltró en las entrañas del poder.

Bajo los reflectores está el actual líder de Morena en el Senado de la República, Adán Augusto López Hernández. Su nombre se ha mencionado en investigaciones periodísticas y, según versiones de inteligencia internacional, como parte de una red que protege y beneficia al negocio ilícito.

¿Será él el chivo expiatorio para salvar al expresidente y a su familia de acusaciones por miles de millones desviados? Todo indica que ese escenario será la salida: sacrificar a un cuadro visible y blindar al verdadero núcleo del poder.

Sin embargo, fuera de México ya no basta con narrativas de victimización. Para las agencias estadounidenses, el huachicol es parte de un entramado mayor de corrupción y crimen organizado que se cruza con el narcotráfico, el tráfico de armas y hasta el financiamiento ilícito de campañas políticas. Si se comprueba que desde las más altas esferas hubo complicidad, la presión internacional puede alcanzar niveles que rebasen el control del propio gobierno.

Dentro del país, la estrategia oficial es la de siempre: descalificar a la prensa, acusarla de conservadora, inventar distractores y bombardear con propaganda en redes sociales. Pero las redes no son medios, son solo herramientas, y el desgaste de esa táctica se nota cada vez más. La sociedad mexicana, acostumbrada a la indiferencia frente a los grandes escándalos, parece estar en una encrucijada: tolerar que la corrupción se convierta en parte de la normalidad o reaccionar cuando ante lo insostenible.

El huachicol es algo más que combustible robado: drena al país. Cada litro extraído de manera clandestina representa dinero que no llega a hospitales, escuelas o programas de infraestructura. También significa poder para quienes controlan la llave del mercado negro.

La pregunta es si México seguirá normalizando esta sangría o si la presión internacional y la conciencia social obligarán a un giro. Porque la indiferencia, esa costumbre de voltear a otro lado, es el mejor lubricante para que la maquinaria de la corrupción siga funcionando.

El riesgo es claro: que al final, el huachicol no solo sea recordado como un delito imposible de erradicar, como el combustible que alimentó la corrupción de una era política que prometía regeneración y terminó reproduciendo las mismas fugas de siempre.

Un robo convertido en la metáfora más cruda del Estado capturado por intereses privados y criminales.

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