Donde termina la frontera y comienza el dolor

Por Daniel Lee Vargas
Porque no hay ley que justifique el trauma. Ningún reglamento, ningún protocolo puede volver a coser lo que se rompe en el corazón de un niño cuando es arrancado de los brazos de quien más lo ama. Esos segundos en los que se escucha un llanto desgarrado y una madre impotente que no puede hacer más que suplicar, deberían perseguirnos a todos.
¿Y por qué lo permitimos?
Hay quienes equivocadamente ven a los migrantes como amenaza y no como lo que son: personas que huyen del hambre, de la violencia, de la muerte. No vienen por placer. Vienen por vida. ¿Y qué hacemos? Les respondemos con barrotes, con jaulas, con indiferencia.
Separar a un niño de su padre en nombre de la seguridad es como apagar un incendio con gasolina. Se destruye la unidad más sagrada de cualquier sociedad: la familia. Se siembra miedo, rencor, vacío. Y las cicatrices no se ven, pero existen. Están ahí, en las noches de insomnio, en los dibujos con alambres de púas, en el silencio.
Estados Unidos, tú que dijiste ser tierra de oportunidades, hoy debes preguntarte: ¿qué oportunidad le diste a ese niño que dormirá solo esta noche?
Ningún país que se diga justo puede mirar hacia otro lado mientras se rompen lazos tan sagrados. Es hora de cambiar la narrativa. De construir políticas migratorias que protejan, no que castiguen. Que entiendan que la seguridad no debe nacer del dolor ajeno.
Porque un país que separa niños de sus padres está quebrando mucho más que una ley: está quebrando su alma.
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