El sistema migratorio de EU, una maquinaria de terror, no un error

Por Daniel Lee
En Estados Unidos se repite una mentira tantas veces que ya parece verdad: el sistema migratorio está roto. Lo dicen demócratas y republicanos por igual, como si bastara esa fórmula para excusar la crueldad. Pero no nos engañemos. Ese sistema no está roto: funciona con precisión de maquinaria industrial para lo que fue diseñado—criminalizar, aterrorizar y deshumanizar a millones de personas trabajadoras cuya única “falta” es buscar sobrevivir.
No es un accidente, ni un error de gestión, tampoco una anomalía corregible con “reformas”. Es un proyecto político bipartidista, financiado por décadas, que se alimenta del miedo y de la violencia como herramientas de control social.
La migra no improvisa: convierte la vida cotidiana en un campo minado. Estacionamientos de Home Depot, escuelas primarias, restaurantes, hoteles, campos agrícolas: los lugares donde se trabaja, se estudia o se compra comida se transforman en escenarios de persecución. El mensaje es claro: ningún lugar es seguro.
La violencia no nació con Trump, aunque él la haya convertido en espectáculo obsceno. Ahí están las deportaciones masivas de la “Operación Espalda Mojada” en los 50, las repatriaciones de la Gran Depresión, la criminalización laboral de los 80, los centros de detención de Obama y las separaciones familiares bajo Biden.
La continuidad es tan evidente que solo puede explicarse desde una lógica: la opresión migratoria es política de Estado, con firma republicana y demócrata.
El sistema se refuerza año tras año con más presupuesto, más muros, más cárceles y más agentes armados. Y sin embargo, frente al terror institucionalizado, hay otra historia que corre en paralelo: la de la resistencia.
Comunidades enteras que no se resignan a la invisibilidad ni al silencio. Vecindarios que vigilan a la migra y alertan a sus vecinos, abogados que ofrecen talleres de derechos, jóvenes que protestan con trompetas en la madrugada frente a los hoteles donde se alojan los agentes, familias que comparten comida, transporte y cuidados. Una red que florece en la precariedad, demostrando que la solidaridad también es una forma de poder.
Las imágenes de las redadas no son simples fotografías de abuso: son propaganda de Estado, diseñadas para sembrar miedo y provocar la autodeportación. Pero esas mismas imágenes despiertan rabia, y la rabia puede transformarse en organización.
Como recuerdan las luchas contra la Proposición 187 en California en los 90, la resistencia migrante no solo detiene leyes racistas: puede transformar territorios enteros en faros de dignidad.
Hoy el reto es mayor. El aparato de deportación y control no se reformará con un guiño progresista ni con promesas vacías de “modernización”.
Se trata de un sistema que debe ser abolido. Y para ello, no basta con denunciar: hay que organizarse, alzar la voz, presionar a funcionarios, exigir a los gobiernos locales que dejen de ser cómplices, y reconocer que la lucha por la justicia migrante es inseparable de la lucha contra el racismo, el capitalismo depredador y el imperialismo que Estados Unidos ha exportado al mundo.
Los políticos podrán seguir jugando al teatro de la compasión mientras financian la represión. Pero la vida migrante, con todo y miedo, también es vida en resistencia. Como dice Rubén H., un trabajador de la construcción que sale cada mañana con la bendición de Dios y el riesgo de no volver: “Aquí también es nuestro país, aunque les pese”.
Ese es el corazón del debate: no es si el sistema migratorio se puede arreglar. Es si tendremos la valentía colectiva para abolir una maquinaria de terror y construir en su lugar un mundo donde migrar no sea delito, sino derecho.
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