Ricardo Burgos Orozco

Cruzaba el puente a desnivel de un lado a otro de la estación Mixcoac, de la Línea 7, la tarde del miércoles pasado. De frente venían muchos usuarios que se dirigían a la Línea 12. Ahí debes tener cuidado porque te puedes estrellar con quien viene de frente. Delante de mí iba un joven de 25 a 30 años, alto, delgado, caminando muy rápido y abriéndose paso sin importar empujar a la gente en contrasentido. Me parecía muy bien hasta cierto punto porque yo podía avanzar más rápido también.
Ya en la bajada de las escaleras del puente, el muchacho impulsó a otro con los brazos hacia el suelo y este le soltó un golpe, aunque no le atinó. Pero otro viajero también cayó junto con él, pero éste sí alcanzó a darle un golpe en la cara al causante de su caída.
Ahí, al pie de las escaleras los dos se enfrascaron en un zipizape. Ambos soltaban mamporros sin parar –- como le dicen a los golpes, puñetazos y coscorrones en el popular cuento de La Familia Burrón de Don Gabriel Vargas, —. Parecía un pleito de un peso pluma con un peso pesado, porque el afectado estaba algo pasado de kilos y de mayor edad, aunque el joven se defendía sin pedir tregua.


El peso pesado siguió tirando mamporros al peso pluma; lo siguió hasta el andén del tren hacia Barranca del Muerto: al mismo tiempo le gritaba esas groserías que acostumbramos cuando estamos realmente muy enojados: hijo de esta, hijo del otro, etc.
En el pasillo de abordaje dos policías se acercaron a calmar a los rijosos. Uno decía que el otro lo había empujado y el otro lo negaba. Yo estaba parado a un lado sin dejar de prestar atención a lo que ocurría, mientras la mayoría de la gente pasaba con las prisas de quien le vale una pura y dos con sal lo que estaba ocurriendo entre estos aprendices del pugilismo.
Para mi asombro, el joven causante del problema le pidió disculpas al peso completo. Decía que a él lo había empujado la persona que venía atrás, es decir yo. Me dieron ganas de acercarme a desmentirlo, pero mejor me aguante para no hacer el asunto más grande. Quizá me hubieran llevado con el juez cívico por ser el culpable intelectual.
Después de la tanda de mamporros ambos peleadores ya platicaban como si nada hubiera pasado, pidiéndose mutuas disculpas. A los dos se les veía en sus rostros las huellas de los golpes. Pensé que si estuviera ahí don Arturo “Cuyo” Hernández — famoso manejador de boxeo ya fallecido — seguro los contrata.
Después de ser testigo de ese incidente, caminé a la salida oriente de la estación y en las escaleras me topé con una señora de edad que intentaba tomar el pasamanos por donde yo venía. Le di un pequeño rozón con mi brazo, jamás para aventarla, pero ella me empezó a decir insistentemente que la iba a tirar. Le pregunté si quería que yo la ayudara a subir, pero no me contestaba; seguía repitiendo lo mismo. Mejor me di la vuelta y me alejé de ella. No quise ser protagonista de otro zipizape más en el Metro.

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