En el marco del Día Internacional para Poner Fin a la Impunidad de los Crímenes contra Periodistas la legislación para su protección ni siquiera cumple con el mínimo de distinguir la actividad periodística del resto de acciones relacionadas con publicar lo que sea en donde se pueda, menos aún con brindar seguridad

Israel Martínez Macedo / @Mega_IsraelMtz

En México el 2 de noviembre es un día de celebración, de fiesta, de recuerdo a quienes ya no están entre los vivos y que por esta única ocasión pueden regresan en espíritu para visitar a sus familiares y amigos quienes les ofrendan viandas que puedan disfrutar y, quizás, hasta llevarse “al más allá”. Para el resto del mundo es el Día Internacional para Poner Fin a la Impunidad de los Crímenes contra Periodistas. Macabra ironía que en nuestro país el Día de Muertos sea también el día para combatir la impunidad a las agresiones a la prensa.

Es una ironía porque hace mucho años que México se mantienen en los primeros lugares de la lastimosa lista de países más peligrosos para el ejercicio de la actividad periodística en todo el mundo, según la ONG Artículo 19 dedicada a la defensa de la libertad de expresión, van 162 periodistas asesinados en nuestro país desde el año 2000; la ONU, en su Observatorio de Periodistas Asesinados contabiliza 157 desde 1993, el segundo más mortífero para esta actividad siendo solo superado por Irak con 201.

Con Felipe Calderón, la cifra de asesinatos de periodistas llegó a 48 casos en todo su sexenio; en los seis años de Enrique Peña Nieto la cantidad se estableció en 47 y en la presente administración, con todavía un año para concluir, la cifra ya alcanza los 42, siendo el año pasado, 2022, el más mortífero para los periodistas con 13 casos registrados y documentados; la enorme mayoría siguen en la absoluta impunidad.

Es absolutamente contradictorio que las cifras vayan en aumento siendo que ahora existe una Ley para la Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas a nivel federal, que tiene la curiosidad que fue publicada desde el sexenio de Felipe Calderón (25 de junio de 2012), el primero con más de 40 periodistas asesinados en su periodo o la Ley para la Protección Integral de Periodistas y Personas Defensoras de los Derechos Humanos del Estado de México, anunciada a mediados de abril de 2021 pero publicada hasta finales de mayo de ese mismo año.

Ambas, listado de buenas intenciones que crean mecanismos y enuncian protocolos de acción en caso de que existan ataques o agresiones a los periodistas y que tienen como principal característica el absurdo imponderable de tener que actuar bajo denuncia del afectado o algún familiar o amigo y que eufemísticamente es llamada en la Ley “persona beneficiaria” o “persona peticionaria” para eliminar de un plumazo de legislador la categoría de víctima de una agresión, porque quizá sea más decoroso ser un muerto beneficiario del gobierno que un muerto víctima de un ataque.

Los documentos, en algunos momentos de su redacción replica uno del otro, adolecen del mismo problema esencial y sustancial; en primer término, meten en el mismo cajón la actividad periodística y la defensa de los derechos humanos; como si reportear y difundir fuera lo mismo que hacer activismo para la protección de las garantías individuales; dos grupos vulnerables de violencia focalizada que no obstante se generaliza por cuestiones, tal vez, de economía legislativa.

Pese a esto o quizá precisamente por ello, la legislación estatal ni siquiera contempla una definición sobre lo que legalmente se debe entender por “defensor de los derechos humanos” minúscula falta que al haber ocurrida deja a criterio de quien quiera la consideración de si una persona es considerada bajo esta categoría y, por lo tanto, acreedora a los beneficios de la protección que brinda la propia Ley.

Para los periodistas la cosa no va mejor: en términos legales se le debe considerar “Periodista: A toda persona física, así como medios de comunicación y difusión públicos, comunitarios, privados, independientes, universitarios, experimentales o de cualquier otra índole cuyo trabajo consiste en recabar, generar, procesar, editar, comentar, opinar, difundir, publicar o proveer información, a través de cualquier medio de difusión y comunicación que puede ser impreso, radioeléctrico, por internet, digital o imagen, ya sea de manera permanente, esporádica o regular”. (La definición federal es básicamente la misma así que por economía del texto me permitiré omitir su referencia).

La definición es, en sí misma, contradictoria de lo que el periodismo es por naturaleza: una actividad periódica (de aquí surge el nombre, por lo que no puede ser esporádica), oportuna (dado que la oportunidad es una cualidad del momento, tampoco puede ser permanente) y verosímil (lo regular, lo que se regula, se atiene a convenciones sociales, a estar de acuerdo, la verosimilitud se atiene a “lo que es creíble por no ofrecer carácter alguno de falsedad”, según la RAE).

Pero no solo contradice lo que el periodismo es, señala que el periodista es cualquiera “cuyo trabajo consiste en recabar, generar, procesar, editar, comentar, opinar, difundir, publicar o proveer información, a través de cualquier medio de difusión y comunicación” lo que en estricto apego a la semántica y en el contexto del avance tecnológico de nuestros días significa simplemente: cualquiera. Y si cualquiera es periodista, entonces nada distingue al periodista.

¿Para qué más seguir desmenuzando una Ley que no cumple su objetivo y que ni siquiera logra diferencias a los sujetos de la misma? El error de querer innovar donde no hay innovación que valga lleva a este tipo de situaciones que terminan siendo nada más que una simulación de acción para vanagloriarse y poder decir abiertamente “no es la mejor pero es un avance” ¿Avance hacia dónde? ¡Qué importa! Avance al fin y al cabo.

Solo el afán protagónico y la necesidad de reconocimiento justifican tales carencias. El periodismo fue por muchos años un oficio (“el más bello del mundo”, decía el Gabo), se aprendía en las redacciones y se transmitía de un periodista a otro; con su institucionalización escolar, se incluyó como profesión o “carrera” en las escuelas superiores y en los planes de estudio de la universidades que brindaban la entonces novedosa carrera de Ciencias de la Comunicación o, como en la Uaeméx, simplemente Comunicación a secas.

Cualquiera que haya pasado por las aulas de periodismo o comunicación desde 1986 tuvo por fuerza que haber conocido el Manual de Periodismo de Vicente Leñero y Carlos Marín, que define con certeza que el periodismo tiene por características la periodicidad, oportunidad, verosimilitud e interés público y de donde emerge la definición más sencilla pero precisa del periodista: “Todos quienes hacen del periodismo su principal actividad, cualquiera que sea su especialidad, son periodistas” (claro que en este punto, varios que no ejercen el periodismo como su principal actividad quedarían fuera de la consideración de ser “periodista” pero esa es otra historia).

Más aún y por si ello no bastara para definir a un periodista, en la misma clase se debió enseñar que “El periodista tiene estas responsabilidades por satisfacer: // —Dominio técnico del periodismo, como actividad profesional. // —Apego a la verdad, como responsabilidad de inteligencia. // —Servicio a la comunidad, como responsabilidad social”.

Tal vez por esta exigencia se haya preferido aquella definición que le abre a cualquiera la posibilidad de llamarse a sí mismo periodista con solo haber publicado alguna vez “a través de cualquier medio de difusión y comunicación que puede ser impreso, radioeléctrico, por internet, digital o imagen” (subes fotos a diario o “esporádicamente” a tu Instagram: felicidades, según la Ley mexiquense eres periodista).

Nos guste reconocerlo o no, la legislación nacional y estatal para proteger periodistas solo ha servido para justificarse ante organismos internacionales ante la exigencia de la creación de un mecanismo de protección y para sentir que se ha avanzado en algo pero nada más; una leyes vacías que fueron incapaces de proteger a 96 periodistas mexicanos que fueron asesinados desde su creación y que ni siquiera ha podido ayudar a poner fin a la impunidad de esos y otros casos.

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