México ante su diáspora, un Estado que abandona a su gente

Por Daniel Lee
Pocas realidades muestran con tanta crudeza la contradicción del Estado mexicano como la migración.
Mientras el gobierno presume cifras récord de remesas —más de 63 mil millones de dólares en 2024, enviadas principalmente desde Estados Unidos—, guarda silencio frente a la precariedad, la discriminación y las violencias que viven millones de connacionales en el exterior. Es la paradoja de un país que celebra el dinero de su diáspora, pero ignora el drama humano detrás de esas transferencias.
Según datos oficiales, en Estados Unidos residen más de 11 millones de personas nacidas en México, y si se suma a sus descendientes, la comunidad de origen mexicano supera los 38 millones. No es un grupo marginal: es la mayor minoría nacional dentro de ese país, con un peso económico, político y cultural que ningún gobierno puede desestimar. Sin embargo, para México siguen siendo invisibles.
La responsabilidad del Estado mexicano no termina en sus fronteras. Sus obligaciones constitucionales y las convenciones internacionales que ha suscrito lo obligan a proteger a sus ciudadanos, estén donde estén.
Pero en la práctica, lo que abunda es la omisión. Los consulados, que deberían ser un frente de apoyo, padecen falta de personal, presupuestos insuficientes y una burocracia inoperante. Miles de mexicanos detenidos en redadas migratorias o enfrentando procesos de deportación no cuentan con asistencia legal efectiva. En demasiados casos, los consulados se limitan a entregar folletos o a recomendar despachos privados que cobran tarifas imposibles.
El costo humano de esa negligencia es infame. Familias enteras quedan divididas por la deportación, hijos ciudadanos estadounidenses crecen separados de sus padres, y trabajadores migrantes —que sostienen sectores enteros como la agricultura, la construcción o los servicios— son sometidos a jornadas extenuantes, bajos salarios y ausencia de derechos sindicales. México, lejos de denunciar estas condiciones, calla para no incomodar a Washington.
La política migratoria del gobierno mexicano se ha vuelto cómplice por omisión. Se negocian acuerdos de seguridad fronteriza, se aceptan presiones para contener a migrantes centroamericanos y se presume cooperación con Estados Unidos, pero se evita encarar de frente la pregunta incómoda: ¿qué hace México por los suyos que ya están del otro lado?
Si el Estado mexicano fuera coherente, debería asumir una diplomacia proactiva en defensa de los derechos laborales y humanos de sus migrantes. Eso implica aumentar drásticamente el presupuesto de los consulados, garantizar asistencia legal gratuita en casos de detención, apoyar a las organizaciones comunitarias de mexicanos en EU, y usar el peso de las remesas como argumento político. No se trata de un favor: es una obligación de justicia y de Estado.
En tiempos en que se aplaude la fortaleza del peso gracias a las remesas, conviene recordar una verdad incómoda: cada dólar enviado representa horas de trabajo mal pagado, muchas veces sin seguridad social, en un país extranjero.
La diáspora mexicana no es solo una fuente de divisas; es una comunidad de carne y hueso, con derechos y dignidad. Y hasta ahora, lo que ha recibido de su gobierno es apenas una palmada en la espalda y un “gracias por mandar dinero”.
El abandono no puede seguir disfrazándose de estrategia. Si México quiere ser tomado en serio como nación soberana, debe comenzar por proteger a quienes más lo sostienen: sus migrantes, nuestros paisanos.
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