Alejandro Evaristo

Caminar entre sombras no es cosa sencilla. Uno debe aprender a reconocer cada paso para evitar riesgos de vuelta y repeticiones insanas de cualquiera cosa en contra de nuestra integridad espiritual, física, intelectual o sentimental.

No hay rutas trazadas. Cada avance borra la huella anterior y ahora puede llover o tal vez surja una imperante necesidad de usar estos pies izquierdos al lado de alguien más, también caminante; quizá aparezca una de esas canoras de largo plumaje esmeralda y vuelo reconocible.

Nadie sabe.

Cada andante enfrenta sus propios retos de acuerdo con sus conocimientos, expectativas, necesidades y experiencias. Por ejemplo, hay quienes avanzan de a poco hacia una playa para

anochecer en calma y otros solo quieren llegar a la orilla del mar.

No, no es lo mismo.

Tampoco lo son ellas, todas esas sombras llegan y permanecen por momentos esperando y, cuando la luz finalmente se va, no tienen más por hacer y se conjugan con otras en un sitio particular para importunar a quien les rechaza y teme.

Aceptarles y enfrentarlas no es sencillo para nadie porque implica aceptación de lo que en realidad somos y el proceso es bastante ¿vergonzoso? ¿doloroso? ¿inquietante? ¿…?

Usted use el calificativo más apropiado para sí, eso le permitirá definir si este acantilado es el fin del océano o el sitio perfecto para disfrutar el amanecer.


La ventana está abierta y una atrevida ráfaga de viento ha decidido entrar para sacudir las cortinas y hurgar entre los documentos sobre la mesa. Uno en particular llama su atención porque ahí hay un nombre con una firma recién sembrada y alguien derrumbado apura el contenido de un vaso que luego abandona y estrella contra el piso porque está vacío y no hay más.

El aventurado visitante se cuela entre los dedos y el cuello y el rostro para tratar de apaciguarle, pero termina por ceder ante el frío de la piel; empieza una transmutación indeseada y se vuelve gélido sin quererlo. Pareciera incluso tener la capacidad suficiente para congelar la lágrima por caer en esos ojos, pero a tiempo se contiene porque está por morir y no desea terminar así.

Por un momento piensa en ganar algo de altitud para alcanzar aquella luz.

Entonces idea la ruta y el número de espirales a formar pero empieza a detenerse y perder fuerza. Está muriendo y no quiere eso porque tiene la falsa visión de nuevos valles por recorrer y hojas por arrastrar hacia caminos desconocidos, lejos de arenas y polvos y todo ese calor del que ahora carece.

Con apenas posibilidad cae en la cuenta del resquicio al otro lado de la habitación y canaliza su esfuerzo en tal dirección, aunque no puede dejar de sentir debilidades en todas las direcciones y deja de intentarlo.

En el último de sus momentos siente un repentino impulso y con mínimo esfuerzo huye por la puerta abierta mientras alguien agoniza a un costado del marco con las muñecas ensangrentadas…


La locura tiene diferentes matices, algunos de colores oscuros y otros de voces atrapadas dentro. Espectaculares y presentes en el momento más oportuno y la hora menos apropiada porque así son las cosas inesperadas.

Alguien ha ordenado un helado de limón bañado en jarabe de chocolate y con crema chantillí. Desde la ventana en el piso superior se aprecia otro alguien que vuelve con una navaja, un vaso lleno de licor y toda suerte de indecisiones encima. Se sienta y ha garabateado algo en un papel y observa desde su butaca todos los posibles finales de esta calurosa tarde en mayo.

¿Qué hicimos?, ¿cómo llegamos aquí? Este universo repleto de posibilidades genera más dudas que respuestas y allá afuera, en la calle, hay rastros de un helado con chocolate y crema tirado en el piso. Acá dentro hay frío y las manos sienten la calidez de la vida huyendo con el chofer del autobús.

La singularidad radica en la aceptación y el rechazo… la próxima luna llena será inolvidable…

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