Alejandro Evaristo

La compañía nunca es grata. Al menos no la de todas esas sombras y voces y cosas que de tanto en tanto aparecen al costado, al frente o incluso se dan el lujo de surgir desde acá dentro. Por momentos se arrastran y puedo verles por el rabillo del ojo, en otras susurran un montón de palabras cuyo significado está fuera del alcance y, las menos pero nunca ausentes, me sonríen sin un rostro.

De repente las encuentro allá arriba, ocultas al común entre las nubes y la posibilidad de lluvia; también han habido ocasiones en las que me han obligado a despertar porque la madrugada está encima y es la hora apropiada para recordar; a veces solo llegan porque sí.

Anoche, por ejemplo, golpearon mi costado a las 3 de la mañana. Debí levantarme, abrir la ventana, observar el cielo y confirmar lo recuperado: ¡las estrellas no existen!

  • ¿Y para qué quiero un cielo sin ellas?

Nadie respondió, al menos no en lo inmediato. En el enorme horizonte nocturno y bajo una densa capa de silencio apareció primero un nombre, luego una voz y, por último, un deseo, pero no había astros brillantes ni lunas por colocar a tus pies.

  • Qué triste…

 


 

Al recuperar la fuerza en los párpados se empieza a sentir de a poco toda la vida allá afuera. Hay motores, voces, niños corriendo y madres gritando cuidados y recomendaciones esta mañana y el futuro por venir. La habitación huele a jazmín pese a la puerta entreabierta y un frío rico rodea el cuerpo aún adormecido.

Duelen los brazos y las piernas pesan. El espejo en la pared, desde el ángulo de observación, solo refleja el techo y la base de la lámpara con un foco apagado desde cuya base un hambriento arácnido espera la llegada de su presa. A un lado está el cartel y la frase alusiva a la buenaventura deseada luego de cada despertar y un cristo torturado, disminuido y olvidado bendice en silencio la maldad de aquellos a quienes intentó salvar.

Es muy difícil reconocer los sacrificios, entender los motivos y asimilar los hechos –piensa-yo no podría, no quisiera intentarlo, al menos no por todos; quizá por la señora de los perros, tal vez por algunos que esperan y, sin duda, por los amigos, los verdaderos, esos capaces de desprender su tiempo para obsequiarlo sin cuestionar y sin juzgar.

Las actividades a concretar este día no son pocas: ducha, almuerzo, encuentro y después la mañana. Esta pasará al igual que la tarde hasta la llegada de la oscuridad y la mente cansada y los ojos desechos serán la prueba.

Así se envuelven las ganas alrededor del brazo y la fuerza ocurre para concretar el primero de los movimientos. Así los hechos y la penosa visión de un rostro en soledad y entrado en años, demasiados para un solo hombre, se difumina entre el vapor y la forma de un hermoso cuerpo de cabellos largos y castaños. De ojos enormes de color indescifrable y piernas largas y absolutas para sostener toda esa piel y labios que antes pensaba eran solo producto de sueños… los mejores…


 

Sabe que ella entreteje un suspiro y un café. Va, vuelve, regresa. Habla, cuestiona, dirige, hace y descansa mientras vuela desde su comodidad hasta este invierno. Él tiene nada todavía, pero duerme con su imagen y despierta con su nombre y acumula fuerzas porque mañana, pasado quizá, caminarán de la mano por la enorme bahía. Por eso se ha levantado otra vez y se sorprende porque la ventana está abierta y, pese a luminosidad del día, allá arriba, en el cielo tras la ventana, hay una luna creciendo.

Lo mejor es la sonrisa. No importa cuánta gente, ni la cantidad de palabras, ni los pasos, mucho menos los recuerdos, todo el día estará en el rostro… todo el tiempo está pensando en ti…

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