Alejandro Evaristo

Hay cientos de ellos acercándose. Usan la máscara y guantes negros, también cascos y tierra para ocultar cualquier rastro. Nos han cubierto los cielos de un polvo oscuro para evitar la llegada de la luz y han liberado a millones de insectos que acaban con los alimentos y cordura.

Allá están escondidos la mayor parte del tiempo. Muy cerca del último poco al alcance lograron edificar barreras impenetrables de sueños y esperanza tras las cuales planean y organizan posibilidades, especulaciones, riesgos.

A veces algunas rodillas alcanzan el suelo y le besan con pasión porque siempre, así como surgen las inesperadas bienvenidas, también hay despedidas sin llegar. Hay manos abiertas, abrazos inconclusos, anhelos desperdiciados en vasos con ron y ceniceros llenos de recuerdos hediondos.

Es entonces la oportunidad de rasgar el destino, de tentar el futuro, de acariciar mejores estadíos para estos cuerpos y aquellas ansiedades por nacer. Quiere contarle de ello, pero prefiere callar.

Sedas y transparencias parecen ser suficientes, pero los señores de las sombras, los siempre despiertos, quieren más, todo el tiempo quieren más…

 


 

Lo más difícil fue aprender del miedo y logró superarlo precisamente para evitar sentirlo, así se lo hizo saber y la especialista tomó nota.

Le pidió continuar y ella aceptó porque la situación le distrae de las cuentas vencidas y la renta sin pagar tres días después. El teléfono seguirá esperando, al igual que la pizza y las cervezas del próximo pero muy lejano sábado de encuentros, no así los artilugios del día a día requeridos por ese y otros.

Hay obligaciones por cumplir y deseos por satisfacer, sin duda, pero tiene perfectamente clarificadas las prioridades y por eso balancea un poco la pantorilla sobre la otra pierna, la del pie descalzo cubierto de encajes y red porque el tacón, a su pesar, ha caído.

“Cuando me acerco se enfurecen y tratan de alcanzarme, pero de alguna parte que aún no encuentro salen dos o tres personas que no conozco y me llevan a hacia una puerta que se cierra cuando paso. Luego no hay nada, ni muebles, ni luz, ni sonidos, nada. Me da miedo…”.

Juega con la pluma entre los labios y frunce el entrecejo. Esta mañana debía haberse dado tiempo para reacomodar las plantas y alimentarles con agua suficiente porque según el del clima hoy tampoco lloverá.

Algo está olvidando, pero no sabe qué es.

  • ¿Y qué haces con ese miedo?

“Tengo un cofre de madera pintado de blanco y flores. Ahí guardé un encendedor, un papel con un lápiz para escribir algunas ideas que de repente llegan y también un frasco de vidrio con tapa de metal. Ahí lo meto porque usted dice que el vidrio es tan delicado como fuerte y si puede guardar una que otra mentira pensé que era el lugar apropiado para encerrarlo a ver si muere sin aire…”.

Sonríe y cierra el cuaderno mientras reconoce y aplaude la decisión porque nadie debería sobrevivir así.

“Eso es una gran muestra de voluntad y valor, no lo olvides”.

Luego se incorpora para plisar su larga y entallada falda, acomodar los lentes y colocar en su sitio ese botón, el último.

Le acerca un pañuelo y lo coloca a la altura del ombligo porque hay líquido derramado y debe limpiarlo antes que se manche. No tiene más espacios por cubrir esta tarde y podría adelantar el sábado un poco, pero primero hay que pasar al centro comercial por algo de pintura, en especial ese rojo carmín que tan bien luce en su boca.

“La sesión de hoy ha sido bastante productiva, ya estamos en posibilidad de correr las sesiones una semana más, así que te espero la próxima noche en este diván… otra vez… por favor…”.

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