Alejandro Evaristo

 

Anoche llegaron Mónica y Maricruz. Pasé casi tres décadas sin saber nada de ellas y de repente ahí estaban, sentadas justo a mi lado hablando como si nada sobre algunos pendientes por resolver. De hecho y para ser honesto, ni siquiera les recordaba.

En realidad, no fuimos grandes amigos. Nos saludamos siempre, eso sí, y ocasionalmente charlamos sobre alguna banalidad propia de los años en preparatoria, incluso creo que también trabajamos juntos en un proyecto escolar, pero a decir verdad no recuerdo.

Maricruz era muy alta y llamaba la atención precisamente por ello, además de un cuerpo de infarto que se empeñaba en ocultar bajo prendas mega holgadas; por fortuna para ella la moda entonces era así, aunque muy rara vez conseguía el objetivo. Mónica era más bien chaparrita y era obligado verla porque no había un rostro más hermoso en el turno vespertino, es una mujer bellísima. Regularmente eran asediadas por cuanto varón anduvo en aquellas tardes de tocho en el patio y las noches de cigarros en el estacionamiento. A veces se detenían un momento en el descanso de la segunda planta para vernos jugar, pero se iban casi de inmediato porque decían que éramos unos salvajes.

En alguna ocasión, luego de un encuentro con un equipo de la colonia vecina, nos encontramos en el descanso de la escalera rumbo al salón para entrar a la última clase. Sonrieron y dijeron haber visto cuando fui a parar a una de las rejas del estacionamiento. Señalando el pantalón roto y el evidente andar maltrecho preguntaron si me dolía, “solo si me río”, respondí. Los tres nos atacamos de risa.

Hablamos. Hicieron referencia a sus logros y familias. Entre ellas mantuvieron el contacto a lo largo de todos estos años y siguen siendo mejores amigas, aunque al parecer ya no se frecuentan como antes porque la vida de adultos es así y se encuentran en diferentes sitios y circunstancias.

Recordamos y compartimos hasta que alrededor de las 2 de la mañana decidieron que ya era suficiente y debían irse. Me ofrecí a acompañarlas, pero rechazaron la intención y agradecieron la disposición a la charla, nos abrazamos y ellas salieron por la ventana para desaparecer entre la oscuridad de la noche y la luz del farol frente a la recámara. ¿Yo? Desperté…

 


 

Algunas semanas atrás la madrugada le sorprendió entrando a casa. Contrario al ritual común de cada noche, esta vez se sentó en el sofá sin encender las luces, sin el café y sin el pan. No había nadie esperando y todos los habitantes alrededor estaban ya dormidos. El perro estaba acurrucado en su sillón favorito, movió la cola y fue a restregarse a sus pies para darle la bienvenida, pero al no haber respuesta en lo inmediato y luego de varios minutos, volvió al sitio de descanso y permaneció atento a lo que hacía.

Pensó en todo el tiempo y todo el espacio. Confirmó que ya habían sacado los muebles y dejado el espacio disponible, entonces sonrió. El terrible vacío frente a sí dejaría de serlo a partir de la mañana siguiente, cuando volvieran de las compras.

Seguro habría una botella de charanda o al menos un buen vaso de mezcal, pan de huevo, limones con sal de gusano y un jarro con café. Para comer prepararían albóndigas o quizá verdolagas con carne de puerco en salsa verde bien picosa, además claro está de los tamales de rajas y el infaltable pedazo de queso cotija frito en manteca de cerdo con sus frijolitos negros y un poquito de salsa martajada.

Cuando niño, mamá decía que un día le iba a crecería una planta de chiles verdes en la panza “por tragón” y siempre preguntaba por qué si tanto picaba insistía en comerlo.

Quién sabe. Habrá sido quizá porque cuando niño y como resultado de alguna travesura, alguna actitud incorrecta o la manifestación verbal de ciertos sentires con palabras que entonces se consideraban inapropiadas, le obligaban a comer un chile verde, “pa’que aprendas”.

Los recuerdos quedan presos en las cuencas durante horas hasta la llegada del amanecer. Es momento ya y abren los ojos; se bañan y visten apresurados, descienden de sus habitaciones para desayunar algo y salir con toda prisa hacia sus actividades cotidianas. Ella se ha quedado sola y él no puede expresarle nada, ni decirle que el sitio al que llegó es un buen lugar ni que cuenta las horas para probar otra vez la magia de sus manos en la cocina. Se decide a acompañarle y espera que ella coloque el collar alrededor del cuello de su hermoso labrador negro, pero también le ignora.

Empieza a llorar y se rompe una vez más, prefiere hacerlo así y no cuando todos están juntos porque se preocuparían. Una vez recuperada, minutos después, se pone de pie y acomoda el cabello, abre la puerta y sale hacia el mercado.

Avanza secando lágrimas mientras el perro les observa caminando desde la sala a través del ventanal.

Él intenta de todas formas posibles atrapar su mano sin poder concretarlo. Se lamenta por ello y se resigna a acompañarle así, sin poder interactuar como quisiera. Hace señas antes de salir al animal para que se una, pero este prefiere quedarse en casa.

Pobrecillo, también extraña a sus humanos…

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