Alejandro Evaristo

Los hombres somos producto de sueños, decía el abuelo mientras caminaba hacia la modesta vivienda al norte de la ciudad, atrás de la central de abasto, en una de las zonas más jodidas de este monstruo de hierro, concreto y ladrillos.

Pese al cúmulo de años y experiencias aferrados a sus hombros, el hombre contaba aún con la siempre grata posibilidad de valerse por sí mismo, tal como hacía desde aquel otoño de 1958, cuando fue abandonado a las puertas de la comisaría local por una mujer que, pasos adelante, murió atropellada por una patrulla de la propia corporación. 

Ambos casos fueron “accidente”, el de ella por no haber podido mantener las piernas cerradas ante el constante acecho del hijo de su casero, allá por los rumbos de la otra central, la de autobuses, para luego ser abandonada; el de él, por haber tenido la ocurrencia de concretarse en un vientre a todas luces equivocado.

Cada uno su vida. Ella la perdió de a poco conforme su barriga crecía mientras hacía de todo para sobrevivir en una naciente urbe llena de humanos para quienes su existencia era, por decir lo menos, incomprensible, incluso ahora, porque esta historia no es sobre ella, sino a propósito del viejo sentado en la banca del parque central alimentando una docena de aves poco después del amanecer.

Un hombre calvo se ha sentado a su lado. Sus bolsillos albergan unas cuantas monedas y sus ojos una desesperación de esas que permanecen a pesar del vuelo de tantas palomas juntas.

“Son hermosas, ¿no lo crees?”.

El hombre a su lado solo sonríe y asiente desganado mientras trata de incorporarse. “Lo son, viejo”, responde al tiempo de intentar andar.

“Cuando tenía tu edad –replica el abuelo-, no me daba tiempo para entender la oportunidad de un día y esas libertades que nos presumen de a poco después de comer. Ellas solo van y vienen de un árbol a otro buscando una migaja, un cable o una cornisa y luego vuelven a la libertad del vuelo y a la paz de un sitio como este donde todos soñamos algo. Yo, por ejemplo, ahora mismo deseo llegar a casa y no hay otra cosa más importante en este momento que el colchón ese que alguien me regaló hace años porque se había cansado de soñar en él…”.

Otra sonrisa y una reflexión. Pregunta al viejo si ha comido y este niega con la cabeza, pero sonríe porque ellas, las que se han ido, se han alimentado lo suficiente como para cruzar este cielo contaminado en busca de otro poco de pan que otros como él, quizá, les arrojen al piso.

A unos cuantos metros de ahí, una señora vende tamales y café caliente. El viejo sigue sentado y se queda con sus palabras atrapadas en las múltiples arrugas de un rostro que luego, sorprendido, mira al otro caminar hacia ella, hablar, señalarle y meter su mano al bolsillo mientras la señora le dice que no, no es necesario.

Regresa y le da un vaso desechable con la bebida humeante y le extiende un pedazo de papel que huele a chile y masa calientita.

“¿Qué le dijo?, ¿por qué no aceptó las monedas?”. Ella lo ve casi siempre acá, respondió, dice que quisiera darle más pero no puede y esta mañana alguien le pagó una pieza más para que la regalara. No aceptó el dinero, solo pidió que mañana, cuando haya oportunidad, ayudemos a alguien…

Las palomas han vuelto porque un poco de ese preciado bien inmaterial de nuestro México mágico se desmorona entre los avejentados dedos; algunas sobras caen y otras son arrojadas. No es mucho, pero les dará un poco más de fuerza para llegar al otro parque y buscar más, porque eso hacen ellas, buscar más.

“Los hombres somos producto de sueños”, repite el viejo y palmea la espalda de su nuevo amigo quien, con cierto pesar, se despide.

Todos sonríen: la señora de los tamales atestiguando la escena; el abuelo mientras asusta a las palomas con sus pasos, y estas mientras escuchan el perfecto idioma de un hombre sabio quien ha descubierto la realidad a nuestro alcance.

El hombre sin cabello se ha detenido un poco más adelante y gira porque eso hacemos, ver hacia atrás para recordar: “tiene razón y lo recordaré siempre viejo… somos sueños…”.

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