Alejandro Evaristo

Tropieza con su sombra a cada paso porque sus pies no tienen la capacidad para determinar el grado de riesgo ante tal obstáculo. Afortunadamente la oscuridad rodea su avance en estas calles silenciosas, desoladas y nocturnas.

Así es, no hay error en la descripción: tropieza con su sombra en la oscuridad.

No lo sabe porque apenas respira por inercia y la poca certeza en su organismo está ocupada tratando de llevarle a casa, pero desde algunas ventanas y pórticos, incluso entre las ramas de algunos árboles, minúsculos pares de ojos le siguen con atención.

Faltan tres cuadras aún.

Gracias a toda esa cantidad de ron ingerida puede obviar algunas situaciones que, de haber estado en sus cinco sentidos, le habrían puesto en alerta. El caso del enorme portón en la entrada del fraccionamiento, por ejemplo.

Siempre está cerrado y el guardia en turno permanece alerta todo el tiempo después de cada uno de los tres recorridos que hace durante la noche: a las 11 primero y luego a las 2 y a las 4 de la madrugada. Esta ocasión el acceso estaba libre y la caseta de vigilancia vacía con la luz apagada. En ninguna de las seis privadas se apreciaba la característica luz de la linterna hurgando entre matorrales, casas deshabitadas y cualquier otro recoveco susceptible de ser usado como escondrijo ocasional.

Nada, nadie…


Se ha desprendido del uniforme y demás aditamentos del trajín diario. No quiere saber más de sujetadores, tangas, medias y en especial del calzado. Todos de acuerdo con sus proporciones físicas pero con la característica común de ser lo suficientemente ajustados como para mantener todo en su lugar y brindar la mayor comodidad posible ante cualquiera que sea el movimiento deseado u obligado en la clínica.

Descalza y usando sus adoradas calcetas deportivas y una enorme playera decolorada por los años, se ha servido un poco de “algo”. Se sienta en el enorme sofá y por un momento duda en torno a encender el televisor y ver cualquier cosa o solo quedarse ahí, en su compañía y con sus pensamientos.

Mantiene la luz apagada y apenas recorre un poco la cortina porque adora ver a los gatos deambular con toda su libertad y garbo por las noches. Madrugadas, mejor dicho.

Ahí va el más aventurado de todos, un criollo joven y robusto cuyo cotidiano reto es el contenedor en las privadas al otro lado de la avenida, donde le esperan los desperdicios de pollo y comida que los humanos de la tienda dejan ahí todos los días. Tras él va otro, un poco más grande quizá, que se detiene justo frente a su casa para relamerse las patas y sus cojincillos suavecitos y peludos.

Un sorbo generoso, un calorcito entrañable en la garganta y la duda. ¿Se atreverá?, quién sabe.

Los felinos corren a resguardarse bajo los autos y otros trepan a los árboles lejos de cualquier tipo de amenaza, aunque a las cinco décadas en sus ojos le parezca que no hay nada sabe que ellos ven cosas, escuchan cosas, presienten cosas.

Coloca el vaso en la mesita de centro cuidando de no manchar la carpetilla bordada, pero con toda delicadeza para no importunar la fortuna que algún día llegará a su vida gracias a la trompa de los siete pequeños elefantes de cerámica mirando hacia la puerta.

Luego entrecierra los ojos para ver un poco más allá mientras sus manos se acomodan en el respaldo y su cuerpo en cuclillas descansa su peso entre el reposabrazos y uno de los cojines, su preferido por muchas e íntimas razones…


Los gatos no maúllan y huyen.

El sujeto apenas puede llegar a la entrada y se recarga en el marco de la puerta. Resbala hasta quedar perpendicular al piso y se acomoda entre la suavidad de la acera y la piel fría de un cemento curiosamente cálido. No se inmuta ante el ronroneo y tampoco presta atención a los cariños animales. Sueña con una piel encendida y movimientos ajenos a su voluntad, pero con toda disposición al hecho porque así es la naturaleza y así las manos y sus besos y la boca exquisita con sabor a mezcla de ron y vodka.

Ella no está del todo agotada, pero el esfuerzo ha sido suficiente para convocar a Morfeo y, antes de atender el llamado divino, se da tiempo para dejar una nota sobre la ropa en la sala: “no me despiertes, cierra bien al salir… te veré esta noche si así lo deseas…”.

El guardia por fin regresa a su puesto después de ayudar y sonríe con complicidad a sabiendas de que este será un secreto más para ocultar entre las cosas sin importancia ocurridas durante la jornada…

 

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