Deportaciones récord y la factura para México

Por Daniel Lee Vargas
La política migratoria de Estados Unidos en 2025 no solo se mide en cifras, sino envidas fracturadas. En los primeros ocho meses del año, ICE ha deportado a más de 269 mil personas, con un promedio de 1,435 expulsiones diarias y una meta casi inhumana: un millón de deportaciones en un solo año fiscal. Estamos ante la maquinaria de expulsión más agresiva en más de una década.
El peso de esta política lo cargan, sobre todo, los mexicanos. Entre enero y junio, casi 40 mil connacionales fueron detenidos, es decir, más de un tercio del total de arrestos de ICE. En términos de repatriación, más de 56 mil mexicanos han sido retornados en lo que va del año, concentrados en Tamaulipas, Sonora, Coahuila y más recientemente en Chiapas y Tabasco.
Las cifras son contundentes, pero también lo es el contexto: la comunidad mexicana en Estados Unidos sigue siendo la diáspora más numerosa del mundo, con cerca de 37 millones de personas de origen mexicano, de las cuales alrededor de 5 millones carecen de estatus migratorio legal. Este sector es el blanco más vulnerable de las redadas y deportaciones, pese a que la mayoría son trabajadores con años, incluso décadas, de residencia.
Washington insiste en que se trata de “proteger la seguridad pública”, pero los datos revelan otra realidad: la mayoría de los detenidos no tiene antecedentes penales graves. Lo que se castiga no es el delito, sino la condición migratoria. Lo que se persigue no es la criminalidad, sino la precariedad.
Para México, las consecuencias son dobles y devastadoras. Por un lado, la llegada de deportados desborda la capacidad de programas de reinserción. El plan gubernamental México te abraza habilita albergues y empleos temporales, pero los números son ridículos: apenas 4,900 empleos formales se han canalizado a deportados en 2025, una gota en el océano frente a la magnitud del retorno.
Por otro lado, el golpe más profundo viene en el bolsillo: las remesas —el verdadero salvavidas económico de millones de hogares mexicanos— han comenzado a caer. Se proyecta una reducción de 5.8% al cierre de 2025, lo que significa que México recibirá 3,700 millones de dólares menos que el año pasado. La contracción pega con especial dureza en estados altamente dependientes como Michoacán, Guerrero, Zacatecas, Oaxaca y Chiapas, donde las remesas equivalen entre el 10% y el 15% del PIB estatal.
Las consecuencias ya son palpables: menos consumo local, salarios a la baja, más competencia laboral en regiones fronterizas y rurales. A ello se suma la amenaza de un deterioro social, con familias desintegradas y comunidades enteras que pierden su principal fuente de ingresos.
La paradoja es muy dura: mientras Estados Unidos expulsa a quienes sostienen buena parte de su economía -los trabajadores migrantes, especialmente mexicanos- México se ve obligado a absorber un retorno masivo sin las herramientas suficientes para convertir esa crisis en oportunidad.
La política migratoria estadounidense, obsesionada con cifras y redadas, está minando la estabilidad regional. Y México, con una diáspora que representa casi una quinta parte de su población total si se cuenta a los connacionales en EE.UU., no puede seguir reaccionando con programas paliativos.
Lo que se necesita es una política de Estado: convertir a los retornados en agentes productivos, integrar su experiencia laboral y proteger a sus familias frente a la caída de remesas. De lo contrario, el país quedará atrapado en un círculo de dependencia rota, pobreza creciente y migración interna forzada.
La frontera norte ya no solo divide dos países: es el espejo de la fragilidad de ambos modelos nacionales. Uno expulsa sin mirar atrás; el otro recibe sin saber qué hacer. Y en medio, millones de mexicanos sostienen con su trabajo, su dinero y su sacrificio, dos economías que siguen tratándolos como desechables.
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