¿Un mundo sin nombre?


Alexander Naime
El mundo es cada vez más salvaje y el caos parece haberse convertido en el lugar común. Ya no valen ni las leyes ni los principios. La fuerza y el miedo dominan, y en donde el discurso civilizatorio parece ya no tener sentido. Las potencias nucleares y económicas son incapaces de imponer un orden mundial, no porque carezcan de recursos, sino porque no comprenden los términos del nuevo juego. La sensación es clara: el tablero ha cambiado y los viejos jugadores ya no saben cómo moverse.
Sin embargo, visto en perspectiva, estamos viviendo tiempos extraordinarios, quizás únicos en la historia de la humanidad. Es, sin duda, el final de una época y, al mismo tiempo, el nacimiento de otra. Un mundo se desvanece, hecho cada vez más frágil, contradictorio y difuso. Esto sucede a nivel global, pero también se manifiesta con intensidad en lo local. Los antiguos órdenes cambian o colapsan, y muchos de ellos lo hacen sin un destino claro ni una dirección reconocible.
En lo más profundo, en lo más íntimo de las sociedades, y de manera silenciosa pero constante, las relaciones sociales están mutando. No solo cambian los sistemas de valores, sino también las ideas que sostenían la familia, la educación, la espiritualidad, el amor, el consumo, e incluso las formas más cotidianas de comer o divertirnos. Todo ello va perfilando un nuevo orden social que, paradójicamente, aún no somos capaces de nombrar.
Las condiciones mismas de la vida se están transformando. La irrupción de nuevas tecnologías ha trastocado el sentido de ser en sociedad. El individuo, cada vez más aislado, vive desconectado de la comunidad. La vida colectiva se ha hecho menos solidaria y más competitiva. El individualismo avanza sin freno, alimentado por los mismos dueños del poder que lo promueven, sabiendo que una sociedad fragmentada es más fácil de dominar.
El filósofo surcoreano Byung-Chul Han ha descrito este fenómeno como la “sociedad del rendimiento” y del “cansancio”, donde cada sujeto se explota a sí mismo creyéndose libre. En esta nueva configuración, el culto al yo ha reemplazado al vínculo comunitario. Lo que parecía emancipación ha resultado en una forma más sutil, pero no menos cruel, de dominación. La autoexplotación, la constante exposición en redes sociales, el deseo de agradar, son mecanismos que fortalecen la lógica del sistema bajo el disfraz de libertad personal.
En este mundo que se desvanece, la búsqueda desesperada de afecto y de sentido se canaliza a través de WhatsApp, de las redes sociales y, más recientemente, mediante la inteligencia artificial. Pero en muchos casos, estas herramientas se convierten en espejos narcisistas, donde prima el culto a uno mismo. Aun así, persiste, casi como un susurro, la necesidad de rescatar lo mejor del pasado: los afectos sinceros, los vínculos reales, los espacios comunes.
Mientras tanto, pululan falsos profetas por todas partes. Han secuestrado el destino de las sociedades y les imponen nuevos yugos. Los marginados de siempre, los desplazados de todos los sistemas siguen sin lugar en este nuevo mapa, mientras el poder se redibuja sin transparencia ni consenso.
En fin, estamos frente a un mundo que aún no alcanzamos a nombrar, pero que claramente está naciendo. Tal vez eso —esa ambigüedad, ese desconcierto, esa mezcla de ruina y génesis— sea lo más fascinante de estos tiempos. Porque a pesar del desorden, del miedo, de la incertidumbre, una nueva etapa se está perfilando. Y nosotros, para bien o para mal, somos sus protagonistas.
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