Por Daniel Lee

  • Cuando el cinismo tiene nombre y apellido.

Sí, me refiero a Alejandro Martínez Araiza, líder del Sindicato Nacional Alimenticio y del Comercio (SNAC), quien con una arrogancia ramplona retó a la autoridad laboral para no transparentar su gestión en la gremial.

Su caso es la mejor radiografía de lo que persiste en buena parte del sindicalismo mexicano: impunidad, opacidad y una profunda traición a los trabajadores. Martínez Araiza, a quien por cierto se le da mucho “la pose”, agrupa a 17 mil obreros en empresas tan emblemáticas como Bimbo, Alpura o Pepsico, no sólo se niega a cumplir con lo que ordena el artículo 373 de la Ley Federal del Trabajo -rendir cuentas claras del patrimonio sindical- lo hace con desparpajo, presumiendo que “el 97 por ciento de los sindicatos” tampoco lo hace.

En otras palabras, admite que la ley es letra muerta para quienes se han apropiado de las cuotas obreras como si fueran patrimonio personal.

Las acusaciones que lo persiguen no son menores: desvíos millonarios por más de 500 millones de pesos, firmas en hojas en blanco utilizadas como cheques de legitimidad, negocios turbios disfrazados de beneficios para los agremiados, e incluso una inversión opaca de 13.6 millones de pesos en la fundación The Non Violence Project que nunca fue consultada con los trabajadores.

Frente a esos señalamientos, el dirigente responde con un libreto conocido: victimizarse, inventar enemigos invisibles -“el cártel laboral”- y presumir un respaldo electoral del 94 por ciento que, como en tantas dirigencias sindicales, se cocina bajo control absoluto de las asambleas.

Lo grave no es sólo el desprecio de Martínez Araiza a la legalidad. Es el espejo que revela un sindicalismo que nunca terminó de romper con sus peores vicios. No es casual que este estilo recuerde al de Pedro Haces Barba, el hombre que desde la Confederación Autónoma de Trabajadores y Empleados de México (CATEM) prometió democracia y modernidad, pero terminó replicando lo mismo: pactos oscuros, negocios privados al amparo de las cuotas obreras y una red de protección política que le permitió usar a los trabajadores como moneda de cambio en su ascenso personal.

Haces se presentó como “el nuevo sindicalismo”, pero en los hechos consolidó un modelo corporativo que sirvió más a sus intereses económicos y a su cercanía con el poder que a la defensa real de los asalariados.

Ni Martínez Araiza ni Pedro Haces son excepciones. Son parte de una generación de dirigentes que han hecho de la autonomía sindical un escudo para no rendir cuentas, para mantener a los obreros en la penumbra de la opacidad y para justificar negocios privados bajo la bandera de la defensa laboral.

Ambos han perfeccionado la simulación: un sindicalismo de cartón que se envuelve en discursos de rebeldía, pero que en la práctica reproduce la explotación, la corrupción y el desprecio por la ley.

Si de verdad se quiere honrar la reforma laboral y la promesa de libertad sindical, no basta con exhortos tibios. El Centro Federal de Conciliación y Registro Laboral debe exigir con firmeza lo que la ley manda: rendición de cuentas periódica, transparencia digital y sanciones ejemplares para quienes se nieguen a cumplir. De lo contrario, seguiremos atrapados en el mismo círculo vicioso: líderes que se creen dueños de los sindicatos, fortunas que desaparecen en la oscuridad y trabajadores condenados a ver cómo su esfuerzo paga la vida de privilegios de quienes dicen representarlos.

El sindicalismo en México no necesita más discursos ni más caudillos; necesita democracia real, transparencia absoluta y dirigentes que, en lugar de blindarse en banquetes de élite, respondan cara a cara a quienes dicen defender: los obreros que cada día sostienen la economía nacional.

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