Octavio Campos Ortiz

El presidente no es propiamente un socialista, mucho menos un comunista, aunque siga los acuerdos de Sao Paulo o de Puebla, es un populista setentero que añora los programas económicos de la docena trágica (1970-1982) sin reparar que las administraciones de Luis Echeverría y José López Portillo acabaron con el desarrollo estabilizador y sumieron al país en una crisis económica permanente que ahondó la desigualdad social y postergó el progreso nacional.

Formado en el bonapartismo del Echeverriato, el líder de la 4T ha caracterizado su administración por la supremacía del Estado sobre los actores sociales, polarizado a los factores de la producción y administrado la pobreza para condenar a los desposeídos a suponer que solo con la asistencia gubernamental se puede sobrevivir y estar contentos con ese destino manifiesto. La diferencia con los sexenios setenteros es que aquellos no pretendieron aniquilar a la clase media.

Una de las fórmulas fallidas de las administraciones de la docena trágica fue la  de estatizar la economía: “las finanzas se manejan desde Los Pinos”, “Preparémonos para administrar la abundancia con el boom petrolero”. Pero no solo fue la discrecional distribución de los ingresos, sino suplantar la función empresarial de los negocios que quebraron por las malas decisiones presidenciales, los errores en la política económica y la animadversión hacia los emprendedores.

El esquema se repite. En los setenta el gobierno asumió el “rescate” de las industrias que cerraron por la política agresiva de la administración federal, las cargas fiscales y las excesivas prestaciones para una clase obrera manipulada por el sindicalismo charro que amenazaba con huelgas a la menor provocación. El sector paraestatal llegó a tener más de 400 empresas que antes fueron privadas; así el gobierno se hizo industrial de la aviación al manejar Mexicana de Aviación y Aeroméxico; fue hotelero con Nacional Hotelera y la cadena Presidentes; agente de seguros con Aseguradora Hidalgo; se encargó de la administración portuaria y aeroportuaria; incursionó en la industria automotriz con Vehículos Automotores Mexicanos; se encargó de los ferrocarriles; se convirtió en propietario de cadenas de radio y televisión; también fue restaurantero con negocios como el Focolare; llegó a construir bicicletas y hasta fue dueño de Hilos Cadena, entre otros giros como los bancos y su desastrosa nacionalización. Todo el sector paraestatal tuvo un común denominador: la ineficacia, el burocratismo y la corrupción. Prueba de que el gobierno es muy mal patrón, pésimo empleador.

Ahora, el régimen de la 4T recrea el modelo de estatización setentero mediante la militarización de la economía. Sin más aptitudes que la disciplina castrense, soldados y marinos se han revestido de policías, agentes migratorios y aduanales, controladores aéreos, constructores, policías de caminos, gaseros y distribuidores farmacéuticos. Pero no solo asumen funciones de vigilancia, son empresarios nuevamente en industrias como la aviación, los trenes de pasajeros -ocurrencia que sin estudios de factibilidad ni rentabilidad serán nuevos elefantes blancos condenados al fracaso-, los hoteles construidos por ellos mismos, la distribución farmacéutica que pretende funcionar como una farmacia sin conocer los sistemas de operación, ya que no se trata solo de almacenar medicamentos y tener refrigeradores, sino de una logística especializada; administran puertos y aeropuertos, entre otras muchas actividades propias de hombres de negocios o industriales.

Sin duda se regresa al populismo setentero, donde no solo se busca imponer un modelo ideológico, sino empecinarse en asumirse como eje de la economía y desplazar a un factor importante del proceso productivo y engañar al otro. El problema de los regímenes bonapartistas es que no resuelven la pobreza ni la desigualdad social, solo agudizan el encono entre las clases sociales y retrasan el crecimiento del país. Lamentablemente este sexenio no verá cómo en un futuro inmediato se comprueba que el estatismo es mal negocio y solo agrava la desigualdad social.

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