Desde 1970 -era niño- mi transporte principal de traslado es el Metro. Puede decirse que he circulado muchas veces por las 12 estaciones que integran el Sistema de Transporte Colectivo y he sido testigo de la evolución tanto de las instalaciones como del crecimiento, actitud y educación de los pasajeros, que ahora son millones todos los días, al abordar cualquiera de los vagones.

Una de las cosas que he observado y que me asombran es “la pelea” por un asiento de los usuarios al subirse, sobre todo en las terminales. He visto discusiones y hasta enfrentamientos a manotazos de la gente que quiere ganar su lugar. En mi caso no tengo problema porque siempre permanezco de píe por costumbre, ya en los viajes cortos como en los largos.

Fíjense la manera en que las personas se amontonan en la puerta de entrada y se empujan unos a otros para ganarse un asiento, hombres y mujeres, quien sea, porque todos los que se avientan quieren ganarse estar sentados y no les importa dónde.
El viernes pasado, en la noche, en la Línea 3, iba hacia Centro Médico. Me subí en Universidad; había mucha gente que se dirigía hacia el norte de la Ciudad de México. Cuando llegó el tren los pasajeros se arremolinaron alrededor de las puertas y al abrirse se abalanzaron al interior de los vagones. Me desplazaron y fue tal el empujón que me dejaron sin poder meterme. Lo tomé con filosofía y me esperé al siguiente convoy.

Unos días antes en la estación Mixcoac de la Línea 12, entre con empellones al vagón, me paré en el pasillo, a un lado de la puerta, en busca de no estorbar. Noté que la mayoría de quienes lograron sentarse en el lado donde iba parado eran jóvenes o personas que no rebasaban los 40 años. Una chica acompañaba a una mujer embarazada; le dijo a un hombre sentado que se levantara porque ese asiento era especial para las señoras encinta. El pasajero obedeció calladamente.

Otra ocasión, un adulto mayor, que se veía vestido con ropas humildes, encaró a un joven sentado; le dijo: “me dejas sentar”. Le contestó de inmediato: “no me diga que usted es anciano o discapacitado”. Le respondió de inmediato: “¿Qué no me ves? Te haces”. A final de cuentas, la discusión no fue más allá de la breve discusión y el chavo tuvo que cederle el asiento.

Ayer en la noche, un día antes de escribir esta historia, entre apresuradamente al vagón en Tacubaya, de la Línea 7, un hombre de unos treinta y tantos años se sentó en el lugar reservado, me paré frente a él, cruzamos miradas, me preguntó si deseaba sentarme, le contesté que no con una sonrisa – porque no acostumbro sentarme, le dije – “¿Qué? ¿Me le quedé mirando feo?”, le pregunté; “para nada”, me contestó. Ambos reímos de buena gana con mi ocurrencia.

Facebook Comments

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: