Historias en el Metro: el misterio del Champú

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Ricardo Burgos Orozco

Era viernes. Me subí en la estación Deportivo 18 de Marzo. Venía de una cita cerca de la Basílica. El recorrido iba a ser largo hasta el otro lado de la ciudad. El vagón venía muy lleno porque la estación anterior es la terminal Indios Verdes y ahí se acumula mucha gente, sin embargo, logré colocarme parado en mi sitio favorito, es decir, las puertas del lado contrario a la salida, a la derecha.
Un hombre de unos treinta y tantos años, que venía en uno de los asientos laterales, con una gran mochila negra, empezó a inquietarse. Yo lo observaba de reojo. Revisaba insistentemente su equipaje –porque se notaba que veía o iba de viaje–. Volteaba de un lado a otro, revisaba el piso, le preguntaba a la mujer que estaba sentada a su derecha –era su esposa o su novia—y no encontraban lo que buscaban.

La pareja nerviosa, buscaba en sus respectivas maletas. Sacaron todo lo que traían, ropa, utensilios de baño. Al hombre no le importó sacar su ropa interior, sus calcetines, dos camisas, delante de todos los que veníamos cerca. No vi lo que la señora revisaba en su equipaje porque su pareja me tapaba con su cuerpo.
De pronto dejaron de buscar en sus respectivas maletas y empezaron a ver a sus alrededores. Primero desde sus asientos. El hombre volteó hacia abajo donde yo estaba ¿Qué busca? Le pregunté. Una botella de champú ¿De qué tamaño es? Así y me mostró con las manos la medida. Intuí que era un recipiente de un litro, más o menos. Es decir, nada pequeño para perderse. Vi hacia el suelo. No había nada.

Entre tanta gente, se levantó y comenzó a buscar en los pasillos del vagón. A lo mejor –pensé- se resbaló la botella y rodó hacia otro lado. Todos le preguntaban que buscaba y le ayudaban. Aquellos que viajaban de pie se agachaban. Una señora le pidió a su niño de unos 10 años que buscara y el chamaco de inmediato se hincó y también comenzó la búsqueda. Se ensució los pantalones, pero no le importó a la mamá con tal de ayudar a encontrar esa botella perdida.
Llegó un momento en que unas diez o doce personas revisaban en sus lugares y los alrededores, pero eso provocaba que la gente se apretara, se empujara más y el calor se intensificaba. Confieso que yo no me moví de mi rincón. No podía por lo apretado del vagón. Dejé que los demás buscaran. Solo bajaba la vista y hurgaba discretamente con la mirada.
De pronto se oyó una voz femenina ¡Mi amor, ya me acordé…lo dejé en la casa!

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